Neutralidad climática o la confirmación del declive
Un análisis de las políticas climáticas, sus fundamentos ideológicos y su impacto en el futuro de España.
Una versión revisada de este artículo aparece en el primer número de la revista Fuerzas Vivas.
Si le pregunta a cualquier persona de su entorno qué es la neutralidad climática, probablemente no tenga ni la más mínima idea, incluso aquellos con alguna conciencia ecologista. Esto resulta particularmente sorprendente, ya que este concepto, también conocido fuera de España como neutralidad de carbono o net zero, definirá en los próximos 25 años no solo la política ecológica, sino también la energética, económica, industrial y de transportes, entre otras. Mejor dicho, es el concepto en el que se cimienta la transformación del modo de vida que los europeos experimentarán en las próximas décadas, una transformación de una escala radical. Pero, ¿qué es la neutralidad climática en concreto? De manera muy resumida, la neutralidad climática consiste en que la cantidad de gases de efecto invernadero (GEI) que un país emite a la atmósfera sea igual o menor que la cantidad que retira de ella mediante captura o absorción, es decir, que las emisiones netas sean igual a cero, de ahí su nombre en inglés. Si esta idea es tan importante, cabe preguntarse cómo es posible que no forme parte de la conversación pública diaria.
Principalmente porque hay un consenso general en la clase política europea, y por extensión en la española, sobre la necesidad de que los países alcancen la neutralidad climática para 2050, en línea con los Acuerdos de París de 2015. En nuestro caso, la Ley 7/2021 de Cambio Climático y Transición Energética, también conocida como Ley del Clima, fue aprobada en el Congreso de los Diputados el 13 de mayo de 2021 con el apoyo de todos los grupos de la cámara, salvo los votos en contra de Vox y la abstención del Partido Popular. Estos últimos no obstaculizaron la aprobación de la ley y estaban de acuerdo con su espíritu general; su abstención se debió más a aspectos particulares que desaprobaban o al oportunismo político. De hecho, aunque la presente ley es un proyecto personal de la ministra socialista Teresa Ribera, la iniciativa de introducir la neutralidad climática en la legislación española proviene de la última legislatura de Mariano Rajoy.
Uno imaginaría que una ley que se aprueba con un amplio consenso parlamentario refleja un amplio consenso social, especialmente en una época marcada por la polarización política como la nuestra. Y parece ser que ese consenso social existe. Como apunta una encuesta del Banco Europeo de Inversiones de 2021, el 81% de los españoles apoya medidas estrictas gubernamentales para hacer frente a la llamada emergencia climática. Cuando se divide esto por ideología, el Real Instituto Elcano (RIE) publicó en su web en enero de 2024 otra encuesta cuyos resultados muestran que los encuestados de derecha consideran que la gravedad del cambio climático es de un 7 sobre 10, siendo un 8,8 para los encuestados de izquierda. Aunque se aprecie una ligera varianza entre lados del espectro ideológico, esto desmentiría la noción de que es un elemento fundamentalmente de la izquierda.
Sin embargo, lo primero que se nota al analizar los resultados de ambas encuestas en detalle es que los españoles aprueban una serie de afirmaciones muy generales con las que solo un sociópata no estaría de acuerdo. Es decir, son afirmaciones vacuas que sólo señalizan que se es buena persona y que no tienen ningún coste en abstracto. Sin embargo, cuando las buenas intenciones chocan con la realidad, las cosas son muy distintas. La encuesta del RIE mencionada más arriba expone que el porcentaje de apoyo baja ligeramente de la mitad de los encuestados cuando se trata de pagar más o de tomar medidas que perjudiquen la economía. Pero yendo más allá, cuando se abandona el mundo de la demoscopia y las medidas se implementan en la realidad, nos encontramos con protestas generalizadas como las de los últimos años, siendo las más célebres las de los agricultores o contra las zonas de bajas emisiones (ZBE) como Madrid Central. Es decir, parafraseando un dicho inglés, los españoles dicen lo que hay que decir, pero no quieren hacer lo que hay que hacer. Esto es ampliable a toda Europa, donde ha sucedido algo similar cuando se han intentado implementar políticas de este tipo, donde incluso se han llegado a vandalizar las medidas de tráfico de las ZBE como en Oxford o Londres. ¿Pero quiere decir esto que los europeos son unos hipócritas? Ni mucho menos. Lo que quiere decir es que los europeos aprueban que se contamine menos en términos generales, pero desaprueban, incluso de manera beligerante, las medidas que una pequeña facción dentro de las instituciones está imponiendo por motivos ulteriores y que resultan en una reducción drástica de la calidad de vida de los ciudadanos.

Este artículo no pretende entrar en el debate sobre la veracidad del cambio climático antropogénico, aunque el autor se inclina a creer que éste podría ser cierto, así como que se debe afrontar como un problema importante para nuestras sociedades. Tampoco pretende criticar algunas de las medidas adoptadas contra este; por ejemplo, España ocupa una posición privilegiada para convertirse en líder de energía limpia en Europa, como especificó el informe de 2021 sobre la política energética de la Agencia Internacional de la Energía. Lo que se pretende exponer es qué hay detrás de ideas como la denominada emergencia climática o iniciativas como la Agenda 2030, así como de dónde vienen, ya que a pesar del consenso social respecto a la lucha contra el cambio climático, las medidas concretas corresponden más con neurosis particulares de cierto sector de la clase media-alta occidental que con acciones factibles e implementables que no impacten de manera negativa en la vida de los ciudadanos occidentales.
No es casualidad que los promotores de estas agendas siempre menciones ideas como la de la justicia climática dentro de este marco, ya que de lo que se trata no es de luchar contra el cambio climático per se, ni siquiera de amortiguar los efectos que las medidas más profundas puedan tener sobre las denominadas clases populares. Cuando se habla de justicia climática no se está hablando de una justicia local, ni siquiera nacional, sino global. Se hace con la colonización y la posición privilegiada de los europeos de trasfondo, es decir, de lo que se trata es de que los europeos expíen sus pecados por haber alcanzado un avanzado estadio civilizatorio traducido en una vida cómoda a costa del denominado Sur Global. O al menos es lo que trasluce de los argumentos de los activistas climáticos. Un ejemplo claro de esto es el Libro del clima, editado por la mismísima Greta Thunberg, en el que reúne artículos de diferentes expertos e intelectuales para establecer lo que podríamos llamar un manual de referencia sobre el cambio climático. De sus 102 artículos, 53 se centran en explicar el cambio climático y sus efectos, 27 en lo mal que lo hemos hecho y lo hipócritas que somos —destaca en este apartado el escrito por una tal Jaqueline Patterson sobre racismo medioambiental—, y los últimos 22 proponiendo una agenda activista para diferentes ámbitos como, por ejemplo, las reparaciones climáticas —nótese que esta acepción de reparación es la misma que se usa en Estados Unidos para la esclavitud—; es decir, que hay que reparar económicamente al Sur Global. De los 102 artículos, ninguno se enfoca en soluciones prácticas que no sean ser vegano, dar dinero a terceros o protestar.
Algún lector podrá pensar que cuando se trata de la lucha contra el cambio climático no se puede tener el pastel y comérselo, sino que necesariamente hay que asumir una bajada en el nivel de vida para solucionar el problema. Esto es fácilmente desmontable poniendo el contraejemplo de Japón. Como explican Watari et al. en un artículo publicado en 2022, la industria cementera nipona, uno de los sectores económicos que más emite a nivel global, conseguirá ser neutra desde un punto de emisiones de GEI mediante mejoras en el propio proceso de manufactura, reciclado de los desechos para otros usos o electrificación de la energía a través de centrales nucleares. Todo mediante tecnología ya existente o muy desarrollada, sin varitas mágicas ni transformaciones existenciales. Esto es igualmente aplicable a otras industrias en Japón. Este ejemplo es muy ilustrativo por una razón, como dice Stephen Kotkin, Japón es occidental, pero no europeo. En suma, se ha establecido un itinerario de parte sobre qué hacer para reducir emisiones, pero no es el único y está lejos de ser el óptimo.
Entonces hay que preguntar por qué no hacemos lo mismo en Europa. Si el lector es familiar con este tema, probablemente haya encontrado que todo esto se debe a un plan maligno elaborado en alguna cumbre internacional por un grupo comúnmente conocido como Las Élites. Por lo que sea, dentro de estas teorías conspirativas nunca se especifica cuál es el fin último de todo esto, si estas élites ya tienen todo el poder y el dinero del mundo, para qué se meterían en una empresa de tal magnitud. Esto contradice fundamentalmente el papel que han desarrollado estas a lo largo de la historia, que es no permitir ningún cambio, ya que la más mínima variación del statu quo puede poner en peligro su hegemonía. Si acaso, cuando el cambio ya está en marcha, los más hábiles consiguen hacer un ejercicio de lampedusismo, pero difícilmente una élite pondrá en riesgo su posición privilegiada motu proprio, mucho menos por algún tipo de rito esotérico y sin sentido. Otro argumento común que acompaña al anterior es que las élites, además de malvadas, son incompetentes. Es importante resaltar que estamos hablando de personas que han estudiado o que trabajan en las instituciones, empresas u organizaciones más prestigiosas del mundo, por lo que no se puede considerar que estemos ante una falta de habilidades o conocimientos. Aun aceptando ideas como la denominada crisis de competencia o que este tipo de organizaciones se han degradado y perdido prestigio en los últimos años, no se debe tanto a un declive en inteligencia o conocimiento, porque si de lo que estamos hablando es de un mero empeoramiento del material humano, entonces no se puede dar tal cambio en un par de décadas. La explicación se encuentra en otro lugar y se dará a continuación.
Si como se ha expuesto en el párrafo anterior, los motivos por los que las élites se han embarcado en este viaje al precipicio no son la maldad ni la estupidez, entonces sólo queda una explicación, que lo que se ve es lo que hay, simplemente. Es decir, que lo que mueve a las personas dirigiendo la agenda climática es una creencia sincera en que están haciendo el Bien. No hay agendas ocultas ni planes maléficos, simplemente una pulsión interior y autodestructiva generada por un declive generalizado de la sociedad occidental que se traduce en los elementos temáticos que primer este número de Fuerzas Vivas intenta dilucidar.
Pero para entender esto, debemos empezar desde el principio. Para ello, es necesario un resumen histórico escueto. Durante la segunda mitad del siglo XX, empiezan a aparecer evidencias científicas que sugieren que existe una relación directa entre temperatura atmosférica y el dióxido de carbono, para mediados de los 1980 ya esta relación goza de cierto consenso científico, momento en el cual el entonces presidente americano Ronald Reagan promueve en 1988 la creación del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), hecho fundacional que pone en marcha la agenda climática global. Tras esto, en la Cima de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, se establece la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (UNFCCC por sus siglas en inglés) la cual servirá para futuras conferencias. Este proceso primigenio culmina con el famoso Protocolo de Kioto en 1997, el cual introdujo por primera vez el mandato legal de reducir emisiones de GEI con la meta de combatir el calentamiento global.
Es importante pararse a analizar el momento histórico en el que tienen lugar todos estos acontecimientos, el cual corresponde con lo que Francis Fukuyama describió en su El fin de la Historia y el último Hombre como la victoria de la democracia liberal y la economía de mercado tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética. A pesar de lo que pueda decir la izquierda verde en la actualidad, fueron los partidarios del capitalismo, con nada más y nada menos que Reagan a la cabeza, quienes empezaron a promover esta agenda guiados por un momento histórico caracterizado por el optimismo sobre las posibilidades del capitalismo, ya que bajo la mirada de la época, contaminar menos no solo era mejor moralmente, sino que además tenía sentido económico porque forzaría a las empresas a competir y a hacer uso de la creación destructiva à la Schumpeter para movilizar modos de producción más eficientes. Como bien explica Dieter Helm en Net Zero: how we stop climate change, hasta 2008, si uno repasa los planes gubernamentales o libros blancos de los diferentes organismos, lo que encontrará son argumentos de por qué la agenda climática no sólo no nos costaría dinero o no nos haría vivir peor, todo lo contrario, sino que todo sería más barato ya que sería producido usando una energía prácticamente gratuita e infinita y que además viviríamos en un mundo más limpio y eficiente. En resumen, nos encontrábamos ante lo que el personaje de Bruno en Aniquilación de Michel Houellebecq describe como el optimismo característico de la generación del Baby boom, que venía de lo que en Francia se llamó los 30 Gloriosos.
Aunque esta narrativa empieza a desquebrajarse a principios del nuevo milenio con sucesos como los atentados del 11-S o la denominada guerra contra el terror, saltará definitivamente por los aires con la Gran Recesión de 2008. Evento que cerrará la puerta del crecimiento continuado en las narices de los millennials, justo en el momento en el que esta generación iba a empezar a dar el salto a la vida adulta. En lo que esto resulta es en una contestación generalizada del capitalismo, así como de sus posibilidades de reforma, y un auge de movimientos que se podrían encuadrar de manera amplia dentro del socialismo, culminando en eventos como el 15-M u Occupy Wall Street. Aunque los millennials fracasan en alcanzar los hitos considerados tradicionalmente como definitorios de la vida adulta, incluyendo aquí el matrimonio, la compra de una vivienda o el tener hijos, sí que son significativamente exitosos en dominar la cultura que definirá la década de los 2010. Una era que será definida por eventos como la muerte de Trayvon Martin y la fundación subsecuente de la organización Black Lives Matter, la cuarta ola feminista y otros movimientos similares que fueron agrupados bajo lo que Matthew Yglesias denominó en 2019 como el Great Awokening. Pero además de esto, hay que añadir otros eventos como las campañas del Brexit o de Donald Trump. En pocas palabras, es en este contexto sociopolítico en el que los organismos internacionales establecen el discurso climático actual, que no puede ser considerado aparte de los fenómenos mencionados más arriba, sino como parte de ellos.
Volviendo al resumen histórico interrumpido unos párrafos atrás y avanzando hasta 2015, llegamos a la XXI Conferencia de las Parte sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas celebrada en París, también referida como COP 21. Tras una serie de cumbres inconsecuentes y en medio del ambiente de polarización política generalizada mencionado más arriba, será en esta conferencia en la que se firmará el llamado Acuerdo de París en el que finalmente se pondrá en el altar a la neutralidad climática como mandato legal internacional y que deberá ser alcanzada en 2050 por todos los países firmantes, entre los que se incluyen la Unión Europea, Estados Unidos o China. Es desde este compromiso internacional del que parte el consenso político relatado al principio de este artículo. Sencillamente, España no podía decidir no tener una ley del clima sin convertirse en una nación paria y contravenir a todos los organismos internacionales de los que es miembro.
Si Kioto 1997 estableció que había que reducir emisiones para vivir mejor, París 2015 establece de manera velada una nueva tesis: toda actividad humana es necesariamente perjudicial para el planeta. Esto es reflejado por la aritmética simplista que forma la ecuación de la neutralidad climática: o bien se deja de emitir o bien se capturan emisiones como si no hubiesen sucedido en primer lugar. Esto último, que puede sonar como un objetivo muy bello, es materialmente imposible como demuestran autores como Benham-Crosswell, que en su informe sobre los costes y consecuencias de las políticas net zero del gobierno británico, estimó que incluso usando toda la superficie de la isla de Gran Bretaña para el plantando árboles —medida activa más común para la captura de dióxido de carbono—; no alcanzaría para reducir las emisiones objetivo de 2050 del Reino Unido. Otro ejemplo son las plantas capturadoras de carbono, las cuales terminan emitiendo vía consumo energético más dióxido del que capturan. Aunque se pueda alegar que este balance cambie una vez se verdifique el mix energético, hay serias dudas de que esto llegue a suceder, como muestra que la UE haya descartado por completo el uso de este medio en sus políticas de neutralidad climática. El resto de las medidas que se suelen considerar tienen un rendimiento aún peor o directamente están en fase experimental y embrionaria y, aunque de manera aislada puedan ofrecer posibilidades prometedoras, no son escalables a nivel país y por ello no serán comentadas en este artículo por motivos de extensión. Aunque se invita al lector que investigue y compruebe por sí mismo.
Tema aparte son los susodichos créditos de carbono, los cuales, de manera muy pedestre, se pueden definir como un valor de cambio por el que se paga por contaminar, pero no como una multa como comúnmente se entiende, sino que estos créditos respaldan medidas como las mencionadas anteriormente, las cuales sabemos que son de dudoso rendimiento. Es decir, si un dólar está respaldado por el poder de los Estados Unidos, un crédito de carbono está respaldado, por ejemplo, por una hectárea plantada de árboles, o de manera más burda, los créditos de carbono son a la reducción de emisiones lo que criptomonedas meme como $DOGE son a lo monetario. Además, hay que considerar que su número se reduce paulatinamente según nos acerquemos a 2050, ya que la idea es que el esfuerzo en reducción de emisiones se centre en medidas activas y no se recurra a la mera compra de indulgencias climáticas. Por ende, tampoco son una opción a gran escala.
Pero analizando en concreto lo que supone en la práctica para España, tenemos que nuestro país se ha comprometido según el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático (PNACC) 2021-2030 a alcanzar la neutralidad en 2040, 10 años antes de lo necesario, la mayoría de la reducción de emisiones se conseguirán vía hacer que el mix energético sea 100% renovable. Según los últimos datos publicados por el Gobierno en su inventario nacional de emisiones para el UNFCC en 2021, España emitió en 2019, último año disponible y usado como referencia, un total de 315 megatoneladas de dióxido de carbono equivalente (MtCO2eq, medida estándar internacional que sintetiza todas las emisiones de GEI como equivalentes a emisiones de CO2). Aunque la industria de la energía de manera aislada es responsable del 14% de emisiones de GEI, cuando se introduce en el resto de los sectores económicos, la energía supone un 75% de éstas. El 25% restante corresponde a los denominados procesos no relacionados con el consumo de energía (IPPU por sus siglas en inglés) en un 8,3%, un 12% a la agricultura y un 4,4% a residuos. Tras eliminar el 75% de las 315 MtCO2eq, nos quedan aproximadamente 79 del resto de sectores, las cuales serán reducidas a 29 para 2040, siendo este último remanente asumible por el medio natural español según los planes del Gobierno. Si se examina cómo se va a pasar de las 79 a las 29 MtCO2eq, el PNACC no es particularmente claro, por ejemplo, en la parte dedicada a la industria y servicios del Anexo I, el mayor grado de detalle se da en la línea de acción 12.3, la cual dice lo siguiente:
«La generalización de la adaptación pasa por ofrecer nuevos productos y servicios que permitan un aumento de la resiliencia de la sociedad: desde tecnologías medioambientales a materiales de construcción y aislamiento. Asimismo, se deberá promover el desarrollo de servicios innovadores que faciliten la adopción de medidas de adaptación en los diferentes ámbitos, desde el conocimiento de las proyecciones de cambio climático hasta el asesoramiento a las empresas para el desarrollo de medidas concretas».
O sea, que no tienen ni idea de cómo lo van a hacer y lo están apostando todo a soluciones que serán inventadas en el futuro. Lo primero que se podría pensar es que si vas a transformar por completo la economía y el modo de vida de un país, se debería haber hecho con un plan detallado y soluciones existentes. Sin embargo, ante lo que nos encontramos es que nuestros gobernantes están jugando al póker con nuestro futuro y encima se están tirando un farol. Y esto es dando por válido que el 75% de la reducción de las emisiones vendrán de generar toda la energía a través de renovables, lo cual puede tener cierta lógica cuando se considera en abstracto, pero desde luego no cuando se debe tener en cuenta la propia construcción, operación y mantenimiento de las fuentes de generación, así como la propia distribución. Simplemente, el propio cableado necesario para transformar la red actual a una 100% renovable desbarataría el cálculo del gobierno. A lo que hay que añadirle otros aspectos como, por ejemplo, los recursos humanos o la localización. ¿Tiene España suficientes personas con la formación y experiencia para diseñar, construir y mantener este aumento faraónico de activos de energías renovables en 20 años? Incluso si formásemos de manera exprés a los centenares de miles de personas necesarias para esto, ¿qué se hace con ellos cuando se llegue a la tierra prometida de la sostenibilidad? ¿Pueden las cadenas logísticas internacionales proveer los materiales necesarios? ¿Dónde se van a construir estos nuevos aerogeneradores y plantas fotovoltaicas cuando ya hay protestas contra las existentes, organizadas principalmente por los mismos activistas que han promovido estas ideas en primer lugar? Sintetizando, los cálculos del Gobierno son unos juegos florales que llevados a la vida real probablemente acaben emitiendo más GEI de los que se pretenden reducir resultado de la huella de carbono de los materiales sumada a la construcción, mantenimiento, demolición y remodelación. No hablemos ya de meras limitaciones de tiempo o logística para lograrlo en 2040.
En lo que esto resulta en la práctica es que si uno examina los gráficos de informes como el de la OCDE sobre el impacto económico de las políticas de neutralidad climática en España, lo que observa es que sencillamente se produce menos. Los lectores más perspicaces estarán pensando que la producción será deslocalizada a terceros países, pero estarían cayendo en el error de pensar que nos encontramos en el mundo del cinismo de Kioto 1997, sin embargo, estamos en un escenario nuevo, estamos en el mundo de los true believers. Por ejemplo, la UE ya está trabajando en instrumentos como el Mecanismo de ajuste de carbono en frontera (CBAM por sus siglas en inglés), el cual introducirá tarifas prohibitivas a la importación de productos de terceros países, ya que estas emisiones, llamadas indirectas, no forman parte en la actualidad de los inventarios de carbono de la mayoría de los países europeos, España entre ellos. La medida es cuanto menos muy loable, esto forzaría a las compañías europeas a traer de vuelta la producción porque la deslocalización acabará siendo más cara, tanto en emisiones como en términos meramente económicos. De nuevo, nos encontramos con algo que de manera abstracta suena bien, pero que en la práctica es bastante más problemático. Si nos traemos esa producción de vuelta, ¿qué pasa con las emisiones adicionales resultado de traer la producción aquí, no sólo de la producción en sí, sino de la construcción de factorías, ampliaciones de infraestructuras y del importante aumento en la demanda energética para alimentar toda esta nueva producción? Si las estrategias en vigor apenas pueden ofrecer garantías teniendo en cuenta las emisiones actuales, es prácticamente imposible que puedan gestionar este gran aumento de emisiones y de demanda energética.
Lo que esto significa de manera sintetizada es que si no podemos reducir ni capturar las emisiones a las escalas absolutas establecidas, y aunque no se niega la posibilidad de reducciones relativas, sólo nos queda una opción: dejar de emitir directamente, esto es, parar de producir. De hecho, esto es lo que ha pasado en España desde 2008. Se argumenta comúnmente que España ha reducido sus emisiones significativamente gracias a las energías renovables, siendo esto en parte cierto, la imagen es más compleja cuando se examinan en detalle los datos del inventario nacional de emisiones (ver gráfica abajo). Se observa efectivamente una gran caída en las emisiones producidas por la energía en términos absolutos, pero en términos porcentuales, se trata de una reducción de un 30% entre 2008 y 2019. Es importante tener en cuenta que esta reducción no se da simplemente porque hayan caído las emisiones en generación, sino que dos tercios de esta caída vendrían por una reducción en el consumo de los demás sectores económicos. Lo que es más, cuando hacemos análisis para los IPPU, nos encontramos una caída de un 50% para el mismo periodo. Sinceramente, parece bastante improbable que la eficiencia de los sectores implicados haya crecido tanto, de hecho, los datos de productividad de las empresas españolas parecen indicar lo contrario. La realidad es que esta reducción de emisiones proviene de producir menos. El elemento que termina de apuntalar esta tesis es que estas emisiones no son medidas directamente con estaciones de medición de partículas, sino que son estimaciones realizadas a través de datos de la producción industrial. O lo que es lo mismo, no es que estemos usando las emisiones como proxy para concluir que se produce menos, para nada, estamos mirando directamente a los datos de producción, simplemente multiplicados por unos factores proveídos por el IPCC para convertir unidad total producida en emisiones de GEI.

Para concluir este aspecto, aunque las emisiones en la agricultura se han mantenido relativamente estables desde 1990, es de esperar que en algún momento el mismo proceso empiece a tener efecto sobre este sector. Un indicio de esto podría ser la Ley de restauración de la naturaleza aprobada por el Parlamento Europeo en febrero de 2024, la cual pretende precisamente que algunas tierras de cultivo sean, supuestamente, restauradas a su estado natural con el fin de que actúen como modo de captura de dióxido de carbono.
Como argumentan algunos autores como Peter Frankopan en La tierra transformada, tradicionalmente se ha estudiado la historia de la humanidad como una serie de eventos políticos y conflictos bélicos, sin embargo, como parte de esta historia se suele ignorar cómo la historia del hombre ha venido también definida por su relación con el medio, como el primero ha transformado al segundo y viceversa. Si Aristóteles dijo que el hombre es un animal político, también podemos sugerir que el hombre es un animal productor, siendo esta otra diferencia fundamental con respecto a los animales, especialmente desde la Revolución Neolítica de 10.000 a.C. Lo que esto significa es que la producción a través de la transformación de la naturaleza forma parte fundamental de lo que nos define como especie. Aunque reducir emisiones y cuidar el medio ambiente son fines muy bellos y necesarios, la tesis que se ha establecido de manera subrepticia es que los humanos tenemos que hacer como si no existiésemos. Este es el mensaje aterrador que subyace la agenda climática de la actualidad y que durante la pandemia de COVID-19 algunos se atrevieron a concretar con aquello de que “los hombres son el verdadero virus”. Es aquí donde está la raíz de todo este asunto, lo cual supone una ruptura con el humanismo heredado de la Modernidad y una vuelta al pensamiento mágico prehistórico, el hombre deja de ser el centro y la Naturaleza vuelve a ser la tirana cruel que fue para nuestros antepasados, la cual nos devuelve el daño que le hemos hecho al portarnos mal con ella.
O quizás sea más bien una distorsión de la idea humanista, ya que si Protágoras dijo aquello de «el hombre es la medida de todas las cosas», en la actualidad lo parafrasearíamos para decir «el hombre es el culpable de todas las cosas», lo que es más, es una distorsión de la noción barroca de aplicar la mecánica newtoniana a la transformación de la naturaleza para ponerla en orden, pero en este caso es del revés, la naturaleza aplica la mecánica newtoniana sobre el hombre, no sólo como explicación física de los fenómenos, sino como una explicación moral. Esto por ejemplo explicaría que cualquier desastre ambiental, incluso los que no tienen nada que ver con la climatología, sean siempre explicados por parte de los activistas desde la óptica del cambio climático, como si la Tierra no fuese un sistema extremadamente complejo en el que hechos puntuales no pueden ser explicados con un solo actor detrás de este de manera mecánica y simplista.
Como se ha explicado en un párrafo anterior, la fiebre climática de la actualidad, cristalizada en hitos como los Acuerdos de París 2015, no tiene su origen en una serie de descubrimientos científicos, los cuales nos llevan a tomar medidas para solucionar el problema, este enfoque es el que resultó en el Protocolo de Kioto 1997, sino que estamos en un escenario completamente nuevo, el cual no es más que el producto de una racionalización post hoc que pretende dar sentido a una serie de personas que de manera drástica descubren que no sólo van a vivir peor que sus padres, sino que incluso van a vivir peor que ellos mismos cuando eran niños. Dicho de otra manera, nos encontramos ante la fábula de la zorra y las uvas. No es que no te puedas permitir un coche, es que contamina, no es que no te puedas permitir carne y pescado fresco varias veces a la semana, es que contamina, no es que no puedas tener hijos porque vives en la más absoluta precariedad sentimental, es que contamina, además, no quieres tenerlos de todas maneras.
Quien esté leyendo esto estará quizás preguntándose qué tiene que ver todo lo expresado hasta ahora en este artículo con respecto a la temática general de esta revista, a saber, el envejecimiento, la soledad y la despoblación1. La respuesta es muy sencilla, todos estos fenómenos tienen un núcleo común, esto es, atravesamos una crisis de tipo psicológica, sencillamente, hemos dejado de pensar que el futuro merece la pena. Tenemos que partir de una premisa fundamental, cuando alguien considera empezar una empresa vital de las que realmente merecen la pena, lo hace con vistas al futuro a largo plazo con la esperanza de que sea duradera. Esto es aplicable a cualquier acto humano, especialmente aquellos que realizamos en sociedad. Es decir, cuando establecemos vínculos con otras personas, sean estos del tipo que sean, lo hacemos porque tenemos confianza de que la apuesta emocional no acabará dañándonos. Es por esto por lo que hacemos amigos, nos emparejamos o tenemos hijos, creemos que el futuro es importante. Que la pirámide poblacional esté invertida, que estemos más solos o que consideremos que sería mejor para el planeta que no existiésemos no solo son fenómenos síncronos, sino que además son interdependientes entre sí. Parte de la longevidad de nuestras sociedades está sostenida por la complejidad de nuestras infraestructuras y de la denominada civilización del petróleo, incluyendo aquí los avances médicos. Si en resumidas cuentas, de lo que se trata es que se produzca menos, para que no sea necesario generar tanta energía, ya que como se ha demostrado, no se trata de mantener la calidad de vida mediante un cambio del modelo energético (Kioto 1997), sino de reducirla para que haya que generar menos energía (París 2015), entonces aparecen una serie de interrogantes sobre qué hacer con una población cada vez más envejecida y sola.
Ejemplos muy esclarecedores de estos interrogantes son los que surgen con el denominado cambio modal en materia de transportes. Si según los planes de la UE, vamos a transferir la gran mayoría de los viajes realizados en la actualidad en vehículo con motor de combustión a los denominados medios de transporte sostenible, siendo esto un eufemismo para mayoritariamente andar e ir en bicicleta, con una parte minoritaria relativa al transporte público de motor eléctrico, entonces hay que plantearse cómo afecta esto a una población envejecida y aislada. Los argumentos que se suelen dar son que los desplazamientos largos no serán necesarios porque todo estará cerca de tu casa, ésta es la idea de las denominadas ciudades de 15 minutos. Lo primero que hay que responder es que este planteamiento sólo puede ser válido para una persona soltera sin hijos, en plenitud de capacidades físicas y viviendo en el barrio bohemio de una gran capital, la imagen es más compleja cuando se considera a una familia con niños o a las personas mayores. Pero lo que es más, si en la actualidad contamos con una red de infraestructuras y servicios dimensionados con la idea de que alguien puede coger un vehículo privado y desplazarse varios de kilómetros, cómo se van a transformar estas redes con grandes centros de atracción de viajes, como pueda ser una zona comercial, sedes de la administración pública o un hospital provincial sin construir prácticamente nada nuevo, ya que esto resultaría en un aumento gigantesco de las emisiones de GEI. Qué va a pasar con las personas que viven solas, quién las visitará a menudo cuando prácticamente nadie tenga vehículo privado, especialmente si éstas viven en zonas aisladas, quién y cómo las va a llevar al hospital cuando estén enfermas y necesiten ir a urgencias.
Pero abandonando los elementos meramente logísticos, la otra pregunta fundamental que aparece es cómo vamos a mantener todo esto. Si vamos a una sociedad más envejecida, lo cual pondrá en un serio aprieto al estado del bienestar, no sólo por el gasto en pensiones, sino por el aumento del gasto en dar servicio a una sociedad mayoritariamente dependiente. Si para reducir emisiones tenemos que producir menos para vivir con menos y emitir menos, ¿qué efectos tiene esto sobre la hacienda pública? Sobre todo, considerando que los impuestos están directamente relacionados, aunque no exclusivamente, con la generación de riqueza, sobre la cual luego se pagan impuestos. Se podrá argumentar que será necesario subir estos últimos, pero entonces tendrán que decirnos cuáles son los incentivos que va a tener la población activa, ya asfixiada por sueldos bajos, vivienda inasequible, productos básicos cada vez más caros como resultado precisamente de las políticas climáticas y pagando más de la mitad de sus ingresos entre impuestos directos e indirectos. Sencillamente, se alcanzará un punto en el que la población activa se pregunte qué hay para ellos en todo esto, es más, como parecen indicar ciertas estadísticas sobre la generación Z, ya estamos alcanzado ese punto.
Podríamos seguir planteando interrogantes por más tiempo, pero espero que la idea haya quedado clara. Nos hemos embarcado de manera ciega en un viaje hacia lo desconocido, no ya sin saber qué es lo que hay, sino sin siquiera saber cómo llegar. Como se ha mencionado más arriba, la lógica invitaría a pensar que, si vamos a transformar de manera existencial nuestro modo de vida, deberíamos tener todo mejor planeado y más garantías sobre las posibilidades de las tecnologías sobre las que se está apostando todo, máxime cuando alguna de ellas ni siquiera existen. Se ha expuesto en este artículo que esto no tiene tanto que ver con la maldad o con la estupidez, sino con un convencimiento ciego de que se está haciendo un bien a la humanidad. Además, se ha hablado de transformación de nuestro modo de vida, pero sería más correcto hablar de revolución por las implicaciones profundas que va a tener. Y es ante un escenario prerrevolucionario que nos encontramos. ¿Y quiénes hacen las revoluciones? Los fanáticos. Fanáticos de un culto milenarianista en particular, los cuales, en su nihilismo y solipsismo, incapaces de lidiar con la existencia de que hay un futuro que les sobreviva, han decidido que el mundo se acaba con ellos.
Es decir, lo que podemos denominar política climática no es más que uno entre otros de los artefactos ideológicos que proveen de una explicación y de consuelo ante una marea histórica que nos atropella. Es una enmienda a la totalidad por la que sencillamente no hay esperanza de una vida mejor, por lo que es más apropiado que directamente desaparezcamos. Esta marea histórica precede y supera a todo lo relatado en este artículo y que está presente ya en el siglo XX. El pensador rumano Emil Cioran plantea en El ocaso del pensamiento que nuestra tristeza proviene de aquellas cosas que no hemos sido y de aquellas que no hemos llegado a ser, es decir, nos estremecemos por aquellas posibilidades que no vamos a completar. Y qué es el futuro si no el campo de lo posible. En pocas palabras, y repitiendo algo dicho más arriba, lo que se está intentando exponer con este artículo es que estamos ante una crisis moral por la que hemos dejado de pensar que el futuro importa.
Otro intelectual que nos arroja más luz sobre este mismo asunto es Christopher Lasch, el cual ya hablaba en «La cultura del narcisismo» en 1979 de una sensación de final que desde mediados del siglo XX atraviesa el corazón de occidente y por la que la vida del hombre moderno está plagada por la depresión, la ansiedad o la agitación2. Estos padecimientos estarían según Lasch producidos por una sociedad que no piensa en nada más allá de sus necesidades inmediatas y que le deja indefenso ante un futuro incierto. Es esta obsesión con el yo y el ahora la que está detrás de fenómenos como la baja natalidad, la soledad o la noción decrecentista que cimienta las políticas climáticas actuales. Se ha argumentado en este artículo, que al contrario de lo que se piensa comúnmente, no se trata de que las ideas hayan resultado en que la gente no quiera tener hijos, sino que el momento histórico los lleva a no tenerlos y que las ideas se sobreponen como una capa exterior, la cual provee de consuelo y locus de control. Queda por demostrar qué ha llevado a este momento histórico particular, asunto que supera por mucho el ámbito de este artículo, aunque se ha ofrecido una noción, la cual se origina en la obra de Lasch mencionada en este mismo párrafo y en la que encontrará una explicación profunda y detallada de éste.
Para cerrar, se dice que las personas que sufren de trastorno general de ansiedad lo hacen porque son incapaces de bregar con la incertidumbre producida por el futuro, por lo que su cerebro, en un intento algo extraño, decide ayudar y elige una posibilidad concreta para que desaparezca esta incertidumbre, el problema es que como no puede adivinar el futuro, simplifica y elige el peor escenario posible. El resultado de esto sobre la psique del ansioso es demoledor, pero hay que reconocer que, en cierto sentido, hay explicación y concreción. Soluciona un problema, aunque resulta paradójicamente en un problema aún mayor. De esta misma manera, el hombre moderno, desprovisto de las estructuras que le permiten proyectar más allá de sí mismo, agobiado por la incertidumbre de un futuro incierto, se conforma con pensar que solo el peor escenario es posible, por lo que se aferra a ideologías que confirman el declive.
Como se dice al principio del artículo, esta entrada fue escrita para el primer número de la revista Fuerzas Vivas coordinada por los amigos del Podcast Sinmás, quienes generosamente me han permitido que lo publique aquí.
Este artículo fue escrito unos meses antes de la publicación de otra entrada publicada con anterioridad en este blog, en la se hace un comentario mucho más extenso sobre La cultura del narcisismo.
En el momento en que se introdujeron las subvenciones para la producción de energía "verde", en lugar de limitarse dichas subvenciones a la investigación tecnológica, se acabaron el altruismo y la ciencia, y comenzó la corrupción.